miércoles, 1 de junio de 2011

La auténtica revolución



Cuántas veces, por calles y plazas, se ha extendido la llamarada de la Revolución. Así, en mayúsculas, como una diosa poderosa que despliega sus brazos y con este simple gesto inunda las ciudades de un nuevo aire, el aire de la transformación radical de las viejas estructuras, de las caducas formas de pensamiento, de modos oxidados y formulas carcomidas por la inercia y la miseria. Cuántas veces el ser humano ha creído en esta diosa y la enaltecido, le ha levantado altares, proclamado leyes y encendido antorchas. Cuántas veces no hemos confiado, los humanos, en las bondades de la mítica y esperada Revolución, hasta el punto de convertirnos, como los judíos en la espera eterna de su Mesías, en sus más fervorosos creyentes. Solo así, pensábamos, acabarían las injusticias, se abolirían las guerras, reinaría la igualdad y la felicidad asentaría sus reales entre nosotros.

Pero cuántas veces también no nos hemos decepcionado, desanimado, desencantado, al comprobar, con una mezcla de tristeza y horror, que la Revolución se devoraba a si misma, que las plazas que albergaban los júbilos transformadores se poblaban de cadalsos vengadores y exaltadas multitudes enloquecidas por el olor de la sangre y la guerra. En cuantas ocasiones las revoluciones que parecían hacer realidad nuestros sueños fueron brutalmente reprimidas o, al triunfar, se convirtieron en sórdidas pesadillas, en prisiones gigantescas para el pensamiento, en degradadas cloacas de las primigenias ideas de libertad. Y sin embargo, el espíritu revolucionario está ahí, constantemente listo para emerger, pues las sociedades complejas tienden siempre a ser injustas, desiguales y estúpidas, y parecen progresar en todo salvo en lo esencial: en la transformación interna de cada uno de sus individuos. Quizás es por ello por lo que, hasta ahora, han fracasado todas las revoluciones en su programa de máximos. Porque se han quedado a medias, porque pese a algunos estimables logros han sido básicamente revoluciones exteriores, colectivas y sociales, sin ser a la par revoluciones en lo más hondo de cada persona, en lo más profundo de cada vida. Todas ellas glorificaron al “hombre nuevo”, que tan trágica y poéticamente enalteciera el presidente Salvador Allende, pero siempre acababa por regresar el “hombre viejo” a hacerse cargo de todo, pervirtiendo incluso las novedades positivas instauradas por la revolución.

En Lost, sin embargo, se levanta la bandera de la auténtica y verdadera revolución, la revolución interior, la cantada por los místicos. La isla es su plaza, su ágora, y el grandioso océano del inconsciente, es su contenedor. En medio, los personajes, confrontados a su impostergable transformación. Personajes a la busca de si mismos como autores de sus vidas. Y en este trance no valen demasiado las ideologías seculares ni las religiones convencionales. Ni las arengas partidarias ni las más manidas soflamas de la derecha y la izquierda, el progresismo o el conservadurismo. No, se trata de otro territorio, de otra lucha, de esa esforzada e íntima yihad que el Islam sufí define como la lucha interior, la difícil prueba que consiste en enfrentarse a los propios policías, a las más interiorizadas oligarquías de la psique, a los monstruos más represores de nuestro inconsciente para alzar los adoquines de la mente empobrecida y buscar bajo ellos esa playa que es la playa de la isla de Lost.

Una cosa es cierta, para que haya revolución ha de haber crisis. Y de la misma manera que las crisis sociales preparan las futuras revoluciones, las crisis personales hacen lo propio con las revoluciones internas. Incluso más, pues del mismo modo que la obsesión moderna con el crecimiento es la traducción compensatoria, aunque pervertida y deformada, de la aspiración interna de los individuos al crecimiento personal, las por lo general truncadas revoluciones externas traducen simbólicamente el constante anhelo de transformación interior. Así, en la isla de Lost los personajes afrontan su crisis personal, traducida, de alguna manera gráfica, por el accidente aéreo fundador de su epopeya colectiva, como una preparación para su revolución interior. La caída del avión del vuelo 815 Oceanic es la caída de “su” Bastilla. A los accidentados ya no les valen las excusas, los proyectos repetidamente fracasados, las huidas hacia delante, las grandes palabras e ideas. No tienen más remedio que, animados por el famoso humo negro, por la sombra, hacer estallar los polvorines, tomar las armas y lanzarse a las calles y plazas de su ser, alzando las barricadas, demoliendo los viejos castillos y enarbolando el estandarte del cambio. Solo así la revolución triunfa, aunque costará esfuerzo, sudor, sufrimiento y lucha, mucha lucha. El mundo exterior continuará ahí afuera, circundándolos, pero los héroes de Lost se querrán quedar, ya iniciada la revolución, en su isla, en su proceso, en su territorio liberado, con su tesoro recién descubierto.

Recordemos que la serie Lost comenzó a emitirse en Estados Unidos en 2004 y finalizó su emisión en 2010. Dos fechas entre las cuales el mundo se ha estado agitando con la guerra de Afganistán e Irak, con el terrorismo mundial de Al Qaeda, con el aumento de las desigualdades, con el agravamiento de la crisis ecológica y a partir de 2008, con una crisis económica de magnitudes globales. Es evidente, pues, que el mundo afronta una grave crisis sistémica que va más allá de lo económico y político para adentrarse en lo psíquico. Y en cierto sentido, la serie Lost, que crece y se desarrolla sintomáticamente en este periodo, recoge de forma simbólica los vientos de esa crisis y los traslada al plano íntimo y personal de las vidas de unos individuos a los cuales no les queda otra opción más que, o seguir durmiendo como sonámbulos, o iniciar su propia metamorfosis.

No en vano en la tercera temporada (emitida entre 2006 y 2007 en Estados Unidos) esta última opción se aprecia cada vez con mayor énfasis. Los personajes empiezan a descubrir una fuerza mayor que sus egos, ligada a la magia de la isla, y comienzan a comprender, no sin dolor, que se han de unir, de algún modo, a esa fuerza. Una fuerza que es, por definición, revolucionaria, pues trastoca completamente sus anteriores cosmovisiones, que los flashbacks subrayan, para impulsar a esos seres, intensamente conmovidos, por la senda de la transformación. Es justo en este momento de la serie, casi en su ecuador, cuando los perdidos se plantean seriamente dar por perdido su mundo caduco y “perderse” en el fragor de la revuelta. Las fuerzas ya están desatadas y nada las podrá parar. Como cuando estalla la Revolución.

Gil-Manuel Hernández i Martí

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