sábado, 30 de abril de 2011

Insatisfacción




En algún momento nos damos cuenta. Cada día solemos hacer algo parecido. Nos despertamos, trabajamos, comemos, interactuamos con otras personas, hablamos por teléfono, nos conectamos a Internet, vemos las noticias. Pero llega un instante en que sentimos un vacío. Algo nos falta. Algo que anhelamos y no sabemos qué es, aunque estamos seguros de que es algo muy importante, algo crucial y transcendental para nosotros. Pero se nos escapa, y nos invade esa molesta sensación de insatisfacción. Luego nos mentimos a nosotros mismos para hacernos creer que conseguiremos conjurar ese estado con un buen vino, un trabajo gratificante, la vida en pareja o la confianza en unas ideas políticas. Pero resulta que no. Que la insatisfacción acaba volviendo y nos vuelve a pinchar con sus insidiosas agujas, que no sabemos muy bien como evitar.

El sociólogo polaco Zygmunt Bauman habla de lo que él denomina “vidas desperdiciadas”, para referirse a los millones de vidas que se pierden en las cloacas de la pobreza, el hambre y la desesperación creadas por un sistema económico y social injusto, inherente al capitalismo moderno. Esas miles de vidas son catalogadas por el sistema como desperdicios o residuos que el sistema debe reciclar para mantener la homeostasis, el equilibrio, residuos que toman forma de refugiados, de desplazados, de inmigrantes sin papeles, de desahuciados del sida, de niños famélicos y masas de desaparecidos en la fosas del olvido. Con todo, creo que esas “vidas desperdiciadas” pueden ampliarse también al mundo rico y próspero, encerrado en las fronteras del bienestar, el consumo y la alta tecnología. Unas vidas que se desperdician no tanto en función de la miseria material como de la miseria psíquica. Individuos que repiten día a día una serie de mecanismos inconscientes, absolutamente alienados de las fuerzas arquetípicas que los gobiernan, totalmente desconectados de lo que expresan sus más profundos anhelos, una especie de zombis con pinta de sanos consumidores que se arrastran por las oficinas, los centros comerciales, las redes de transporte y los sofás de sus casas. Insatisfechos, inconscientes, expropiados de sus propias potencialidades como seres humanos.

Y así llegamos a Lost, el mundo aislado de la isla donde parecen haber ido llegando, por pura precipitación física, esas almas descarriadas, esas vidas que estaban desperdiciadas y que no tenían visos de dejar de estarlo. Personas incapaces de comprender su sentido de la vida, el porqué y para qué están en este mundo. Pues aunque el determinismo azaroso del cientifismo y la gélida sorna del ateismo se complazcan en el absurdo de la existencia, resulta que al final esa insatisfacción profunda y repetitiva porta el mensaje de la aspiración a algo más profundo y diferente, a un algo cuya mera búsqueda ya proporciona sentido y significado, y cuya ausencia produce sufrimiento, aunque muchos no lo reconozcan más que en la intimidad de sus dormitorios, casi clandestinamente, resignados a buscar donde el sistema dice que hay que buscar.

En la isla de Lost van recalando algunos grupos de insatisfechos, unas vidas ya casi desperdiciadas, como los recurrentes flash backs nos muestran continuamente, y que al menos en la isla encuentran esa excitación vital que a muchos ya les resultaba desconocida, de tanto como habían olvidado las llamadas de la pasión. Ya no están en el viejo mundo, si no en un nuevo continente formado por la isla principal sin nombre y la isla Hydra, un archipiélago, en realidad, en medio de un océano enorme y desconocido. Por eso cuando en nuestro mundo estalla una guerra o comienza una gran fiesta la gente cree que entra en un espacio de nuevas potencialidades, en el que cualquier cosa nueva e interesante puede pasar. Entonces se relaja la insatisfacción sorda y brota el anhelo con toda su energía. En Lost también hay una guerra, y una fiesta, y un ritual continuado que no da tregua y hace que los personajes dejen a un lado la insatisfacción que arrastraban como cadenas o al menos sientan la excitación de la vida en la misma frontera de la muerte, la vida en estado puro, en definitiva. Quizás eso es lo que anhelaban en sus vidas pasadas, cuarteadas y arrugadas, despojadas de norte y orientación. En la isla nada hay seguro, salvo que se vive con absoluta intensidad. Todo un regalo, quizás el principal, el más valioso, de la isla.

Gil-Manuel Hernàndez

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