sábado, 31 de julio de 2010

Sobre el proceso de creación. A propósito de Avatar



Hoy en día, las grandes obras cinematográficas, como también es el caso de los exitosos productos de la televisión, el cómic o la literatura, se gestan y difunden en un contexto altamente moderno, tecnológico y capitalista. Teóricamente, hay unos creadores que idean la obra, y otros que la producen, es decir, aportan un capital que se invierte para transformar la obra en un producto a vender, del cual se esperan obtener beneficios. Para ello actúan los mecanismos de distribución, que intentan colocar el producto estratégicamente, mediante campañas de publicidad y marketing, para llegar al máximo número de consumidores, o al menos a determinados nichos de consumidores, con el objetivo de que los tan anhelados rendimientos se materialicen. El último eslabón de la cadena es el del consumo final, es decir, el de la llegada del producto al consumidor, a quien puede gustar, desagradar o dejar indiferente. A este respecto, hay teorías que defienden que el consumidor es como una tabla rasa que recibe los contenidos del producto de masas sin más criterio, siendo por ello posible su fácil manipulación. Otras teorías, por el contrario, sostienen que el consumidor no es un ente pasivo sino activo, pues al recibir la obra la reinterpreta, creando significados muy diversos en función de variables como la clase social, la etnia, el género, la religión u otros mil detalles asociados a la vida personal.

Viene toda esta introducción a propósito de una pregunta que se me antoja clave: ¿en qué consiste exactamente el acto de creación en una obra contemporánea de masas? Una pregunta que, por lo demás, también se podría aplicar a cualquier otra obra artística. Resalto esta cuestión porque, habitualmente, y en función de los mecanismos de producción cultural capitalista, se separa la creación, la producción, la distribución y la recepción. De alguna manera, la creación se atribuye a un conjunto de guionistas, o incluso un solo guionista, que luego es tamizada por los productores hasta que se convierte en la obra final a distribuir y destinada a ser consumida. Sin embargo, mi sospecha es que la creación es algo mucho más complejo. Y esto lo señalo porque en la concepción convencional de lo que es creación se supone que alguien tiene una idea – ¿pero tenemos las ideas o ellas nos tienen a nosotros? – de manera racional, consciente y predeterminada, más racional, consciente y predeterminada todavía cuando dicha idea entra en el proceso de producción, que requiere pensamiento estratégico y racionalidad instrumental (planeamiento de medios para obtener ciertos fines rentables). Sin embargo, si uno ve algunas grandes películas de masas llega a intuir que no todo es tan sencillo, y que tras las intenciones claras de los creadores aparecen otras de las que ni tan siquiera los creadores, ni luego los productores, pueden ser conscientes.

Creo que tal puede ser el caso de la película Avatar (Estados Unidos, 2009), de James Cameron, que, evidentemente, puede ser interpretada desde múltiples niveles o claves, lo cual en última instancia significa que la creación persiste hasta el final, pues la interpretación de cada consumidor es su propia creación, o bien se adhiere a unas de las diversas líneas de interpretación posibles. Todo ello implica un acusado nivel de ambigüedad de fondo en la obra creada, una ambigüedad muy rica, pues se convierte en matriz de variadas interpretaciones, con lo cual la creación original, puesta en circulación por el director de la película, se bifurca, como una palmera de fuegos artificiales, en diversas creaciones paralelas y potenciales que solo la consciencia de cada individuo consumidor, en cada rincón del planeta, deberá constelar en algo relevante y con sentido para él.

El film Avatar está distribuido por Twentieth Century Fox, producido por James Cameron y Jon Landau, escrita y dirigida por el mismo James Cameron. Estamos, de entrada, ante un caso peculiar: una obra comercial de masas, distribuida por una gran multinacional del cine, pero a su vez una obra ciertamente personal, pues el director también es guionista y productor. Parece, a su vez, que Cameron opera aquí como un artesano, pues ha tardado 10 años en fraguar esta película, y no dirigía otra desde Titanic, hace ya más de una década. Por lo tanto estamos ante un trabajo hecho a consciencia y con gran dedicación. Pero, ¿cuál es el objetivo del guión de Cameron? ¿qué historia intenta narrar? Pues esta parece distinta si la abordamos en clave política, ecológica, de aventuras o espiritual. ¿O hay algo más? Planteo estos interrogantes porque más allá de los mensajes que se puedan vehicular en cada uno de los registros comentados parece emerger ese “algo más” que uno está muy tentado de atribuir a un “autor” que desborda el trabajo de Cameron, a un “autor” que, como ha sucedido en tantas grandes obras, aparece oculto en el insondable inconsciente colectivo, pero que se muestra con todo lujo de símbolos e imágenes en la película, más allá del argumento básico.

En todo caso, podría ser que el estado de consciencia de cada receptor que ve la película hiciera el resto y ayudara a cada una de las decodificaciones. Sin embargo, incluso contemplando las posibles decodificaciones personales uno nota el hálito de un mensaje más profundo dirigido a todos por igual, aún sabiendo que no todos lo decodificarán. Es, permítaseme la licencia, como si el Universo mandara ciertos mensajes a través de grandes obras dirigidas al consumo de masas, quien sabe si con la “intención” de despertarlas de ese sueño que llamamos “realidad”. Creo que, en este caso, Avatar se revela grandiosa porque hace una revelación, siempre velada por los artificios de la convención cinematográfica, pero revelación a la postre. En la próxima colaboración, y en sintonía por lo escrito por mi colega de blog, intentaré especular sobre la naturaleza de dicha revelación.

Gil-Manuel Hernàndez

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