sábado, 4 de septiembre de 2010

AVATAR: algunos apuntes sociológicos


Como señalaba en mi anterior texto, Avatar es una de esas películas con diversos niveles de interpretación posibles, hábilmente superpuestos. De hecho, creo que entre dichos niveles hay singularmente dos a los que podríamos prestar atención. Uno de ellos sería el sociológico, el otro el psíquico. El primero comporta diversos núcleos temáticos, como el social, el económico, el político o el ecológico, que la interpretación sociológica puede aunar. El segundo implica claramente aspectos de tipo psicológico, religioso o espiritual, tampoco desligados de los anteriormente citados, y que abordaré seguidamente.

Al respecto me gustaría partir del hecho de que James Cameron, el director de Avatar, es el mismo director que en 1997 dirigió Titanic. Un film donde también se puede observar la complejidad interpretativa antes señalada, especialmente en el plano sociológico. Por ello nos referiremos a esta película antes de entrar propiamente con Avatar, pues creo que entre ambas existen una serie de hilos conductores que podríamos poner en evidencia.

Así, no está de más recordar qué es aquello que nos cuenta Titanic: el hundimiento del que hasta el momento de su construcción era el barco transatlántico más grande y lujoso de la historia. Un buque que constituía el orgullo de la civilización moderna occidental, si bien tras su fachada flamante se ocultaba una rígida sociedad de clases que la propia estructura del pasaje reproducía: en camarotes de lujo la alta burguesía, en primera las clases medias, en tercera las clases trabajadoras y en las salas de máquinas los trabajadores tiznados de negro que hacían que todo funcionara.

Sin embargo sucedió lo inexplicable. Corría el año 1912, dos antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, y días después de zarpar el Titanic chocó contra un enorme iceberg que flotaba en medio del Atlántico, como surgido de la nada, y el barco se hundió estrepitosamente en menos de tres horas. Su hundimiento, como la película de Cameron refleja muy bien, plasmaba la evidencia real de los límites que la arrogante civilización moderna había ignorado en su loca carrera hacia el progreso. Pues estaba convencida de que a base de ciencia y tecnología el hombre moderno podría lograr todo aquello que se propusiera. Un argumento que se volverá a repetir, amplificado y complejizado, en Avatar. El iceberg emanado de las profundidades del océano, de lo más oscuro de la naturaleza, del vientre primigenio de la vida en el planeta, dejaba claro con su gélido poder que la megalomanía humana no era invencible. Al respecto, no deja de ser curioso que el barco se llamara Titanic, en referencia a los titanes de la mitología griega, hijos todos ellos de Urano y Gea, como sus hermanas las titánides, que se enfrentaron a los dioses olímpicos y fueron vencidos por ellos en la llamada Titanomaquia.

De alguna manera, la película de Cameron parece dejar claras una serie de consideraciones sociológicas que nos dicen mucho de la sociedad occidental de finales de comienzos del siglo XX: la primera es que la modernidad era derrotada por la naturaleza, de la cual se había intentado desentender, y sobre la cual había afirmado vanidosamente que estaba a su servicio; la segunda es que estaba naufragando la sociedad clasista heredada de las revoluciones burguesas del siglo XIX; la tercera era que la modernidad acababa por engendrar sus propios monstruos, que la limitaban; la cuarta era que el hundimiento del Titanic parecía anunciar, bien metafóricamente, la hecatombe tan próxima de la Gran Guerra, que estallaría en 1914, arrasando Europa.

En el film Avatar, es el propio planeta Tierra el que parece ir a la deriva, aunque las consecuencias de ella las pague en forma de violencia gratuita el idílico planeta Pandora, otro nombre bien significativo, porque el ataque sobre él abrirá la caja de los truenos y los vientos que caerán sobre los inconscientes humanos que pretendían explotarlo con total impunidad. Y es que, entre el estreno de Titanic en 1997 y el de Avatar en 2009, existe un episodio traumático global que transformaría la fisonomía de la modernidad: nos referimos al atentado del 11 de septiembre de 2001 contra las Torres Gemelas de Nueva York, símbolo fálico del poderío de la economía occidental. Sin embargo las torres tardaron todavía menos en derrumbarse que el Titanic en hundirse: no se mantuvieron en pie más de dos horas. El impacto global fue enorme porque la globalización ya estaba en su pleno apogeo, tanto que el planeta empezaba a quedarse pequeño para las necesidades ingentes de sus moradores. Por esa razón no debe extrañar que Cameron plantee en Avatar la cuestión de que la Tierra necesita buscar otros planetas para sobrevivir, un argumento hasta cierto punto recurrente en la ciencia-ficción. El sobrepasamiento de los límites del desarrollo industrial es ya un hecho, casi irreversible, y esa situación insostenible es la base de las rapiñas que planean los humanos en el planeta Pandora. No obstante, encuentran resistencia, entre otras cosas porque la naturaleza y la vida siempre plantean resistencia ante las amenazas llegadas de afuera.

En Avatar las referencias a la situación mundial actual se multiplican, y contemplarlas puede facilitarnos entender mejor el transfondo psíquico que también plantea la película. Sobre todo si pensamos que los acontecimientos que suceden en el mundo del “ahí afuera” suelen ser manifestaciones de los acontecimientos que tienen lugar en el “aquí adentro”, es decir, en nuestra psique.

Uno de los temas centrales del film es la catástrofe ecológica que hace que la Tierra tenga que buscar sus recursos en otro planeta. Sin embargo, tal búsqueda se realiza mediante el despliegue de poder del complejo militar-industrial, que representa la compañía multinacional que contrata los servicios de tropas mercenarias para hacer el trabajo sucio. De hecho, hoy en día proliferan cada vez más los ejércitos privados, camuflados bajo el nombre de “empresas multinacionales de seguridad”, que apenas sin control estatal hacen de las suyas en los territorios ocupados. En Pandora sucede igual: interesan los recursos preciados, y si para eso hay que sacrificar las poblaciones indígenas, de las que se presume con ignorante etnocentrismo su “atraso” y “salvajismo”, se sacrifican. Nuevamente tenemos sobre la mesa el tema de la ciencia y la tecnología puestas al servicio de los más oscuros intereses económicos y políticos, los científicos y expertos prestándose al juego del colonialismo y la barbarie travestida de civilización. Pero como enseña Avatar, esta es una modernidad con pies de barro. Pues de igual modo que los hornos crematorios nazis certificaron la defunción de las promesas liberadoras de la modernidad, los bombardeos de los militares sobre Pandora certifican el ocaso de la poca credibilidad que pudiera quedar a la misión civilizadora moderna.

Ante esta situación, a diversos personajes, desde el soldado a la científica, se les plantea el dilema moral de qué hacer, de qué camino tomar al verse atrapados entre las mentiras de su gente y anonadados como están por el sufrimiento y la grandeza de los habitantes de Pandora. Unos habitantes que parecen conocer los entresijos de lo que Fritjof Capra llamó la “trama de la vida”, una red compleja y densa, mucho mayor que las redes sociales de la globalización, capaz de transmitir la información más con los sentidos que con el intelecto. Al final se impone la derrota de las fuerzas de la modernidad ante las fuerzas de la naturaleza, con la posibilidad de iniciar un nuevo mundo. Pese a ello, quedan demasiados interrogantes en el aire, demasiados sacrificios que no dejan claro quien ganará al final la partida. Quizás más adelante lleguen fuerzas más poderosas, quien sabe. En todo caso la ciega arrogancia de la civilización moderna queda bien evidencia, lo que seguramente no habrá gustado a más de uno, especialmente en Estados Unidos. Cameron hace aquí su apuesta, y nuevamente subraya el naufragio posible de un modo de vida cada vez más antinatural y delirante. Destrucción creativa e incertidumbre se imponen, aunque también se mantiene la esperanza de que “otro mundo es posible”. La polémica está servida, y nuevamente se vuelve a demostrar que un producto de la industria cultural de masas puede generar debate y reflexión a escala global.

Gil-Manuel Hernández

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