domingo, 24 de octubre de 2010

AVATAR: el descubrimiento de la Realidad


Durante mucho tiempo nos han hecho creer que el cielo estaba allá en lo alto, pero después de visionar Avatar, uno confirma lo que ya intuía: que el cielo se encuentra allá abajo, concretamente más abajo del infierno. Porque ese es el lugar al que, rememorando la Divina Comedia de Dante, desciende Jake Skully cuando llega a Pandora. Un infierno no demasiado diferente del que ha dejado atrás en la Tierra, un planeta arrasado y agotado, que los humanos intentan reproducir en Pandora. Sin embargo, para los miembros de la base, especialmente los militares, Pandora es un infierno amenazante, y ninguno es consciente de que el infierno lo portan ellos, con su tecnología militar, con su ciencia sin alma, con sus brutales intereses económicos, ligados, como dice cínicamente el jefe económico de la misión, al balance trimestral de beneficios de los accionistas.

A ese infierno de verdad pertenece el destinado a ser el héroe, hermano gemelo del científico desaparecido, un marine significativamente inválido, que es utilizado como carne de cañón y como carne de laboratorio. Poco sospecha Jake Skully que, estando en el infierno, se lo podrían abrir las puertas del cielo. Porque, aparentemente, nada hacía sospechar que dichas puertas existieran. Tan solo había una misión: convencer a los indígenas na’vi de la conveniencia de adaptarse al devastador proyecto colonizador de los humanos. Sin preguntar, sin pensar, sin cuestionar. Con todo, la estrategia invasiva pasa necesariamente por dormir y entrar en el sueño que hará posible camuflarse con el “enemigo”. Una vez en el sueño, el protagonista dispondrá de un nuevo cuerpo para llevar a cabo su cometido. Pero ocurre que Jake es curioso, no un marine cualquiera. Todavía le queda humanidad, y es precisamente esta la que le lleva a empatizar progresivamente con el nuevo mundo al que es destinado. Y de esa manera empieza a descubrir que su auténtica misión no es la que le ha asignado su comandante, sino la que le ha asignado la vida. La posibilidad de empezar de cero y descubrir una nueva realidad. Mejor dicho, de descubrir la Realidad.

Partiendo de una ignorancia básica en su nuevo mundo, que es un entorno onírico desde la perspectiva diurna convencional, Jake pronto tropieza con sus demonios, con sus monstruos, que lo acechan hasta el descubrimiento de su parte complementaria femenina, representada por la bella nativa na’vi, quien le ayuda a entrar, poco a poco, en lo que realmente es Pandora: un inmenso ser compuesto de otros seres interconectados, profundamente integrados en una vasta y compleja red energética simbolizada por el Árbol sagrado, y sobre todo por el Árbol de las Almas, expresión a su vez de Eywa, la diosa, que representa la Energía última que anima Pandora.

A medida que el héroe progresa en su misión lo hace en su redescubrimiento interno, un proceso que en un momento determinado le hará exclamar: “Ahora todo está al revés. Como si el exterior fuera el mundo real y lo de aquí dentro fuera un sueño”. Es ese el punto en el que Jake descubre la Realidad, el momento en el que se hace consciente de que aquello que él creía su realidad es tan solo una ilusión, una representación que oculta una realidad más profunda, situada en el inframundo, al que solo se accede mediante un doloroso viaje lleno de aventuras, problemas, contratiempos, dudas e incertidumbres. Dicho viaje es básicamente onírico, un viaje a través del sueño. En realidad, un viaje hacia el despertar del sueño de la vida convencional, en la que millones de individuos están condenados a vagar, sin que la mayoría de ella tenga más que atisbos, generalmente mal interpretados, de lo que hay más allá. Porque el “más allá” no es una suerte de existencia trascendente y extramundana, divina, celestial e idealizada, sino una existencia inmanente llena de sentido y significado, íntimamente vinculada con lo que el físico David Bohm denominó el “orden implicado” o lo que Fritjof Capra llamó “la trama de la vida”. Una inmanencia “transcendente”, en la medida en que el héroe se transciende a sí mismo en este mundo inmanente, para descubrir que, en el fondo, no hay división entre inmanencia y transcendencia, entre más acá y más allá. A este nuevo universo unitario es al que accede Jake. Sin embargo, su transformación implicará costos y dificultades.

Llegar a formar parte del pueblo na’vi, llegar a “nacer dos veces”, conectarse con los ancestros omaticaya, fuente de la sacralidad en la que Jake ingresa, supondrá una dura batalla. Tendrá que enfrentarse a las oscuras fuerzas destructivas representadas por la siniestra alianza entre empresa, ciencia, tecnología y maquinaria militar, expresiones de la sombra más negativa. Por ello Jake necesitará llevar a un plano más avanzado su lucha personal, transitar, como los na’vi, por una “época de gran pesar”. En el proceso, muchas cosas se perderán, habrá destrucción, violencia, muerte, fuego, decepción, abandono, en definitiva, habrá sufrimiento. Pero Jake también encontrará nuevos aliados surgidos de las profundidades de su propia potencialidad, de su propia sombra, simbolizados por el ikrán, clarísima expresión de su fuerza interior, o por Turuk, expresión de la fuerza colectiva de la naturaleza y del pueblo consciente del valor de su existencia. Solo así, en ese descenso a los infiernos, perfectamente expresado por el virulento ataque con fuego al Árbol de la Vida, podrá Jake remontar el vuelo, montado en su ikrán, para acabar de integrar su parte femenina y transformarse definitivamente en uno más de los omaticaya. Finalmente vencerá en su batalla contra las fuerzas que se encargan de ponernos los velos ante la Realidad. De no dejarnos ver. Que es como decir que el héroe despertará de su vida anterior, para dejar de ser un tullido existencial y realizarse como un ser más consciente, más desarrollado y más compasivo.


Gil-Manuel Hernàndez

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